A Joseph Leo Mankiewicz, nacido en febrero de 1909 en Wilkes-Barres (Pennsylvania), le precedían varios éxitos como guionista y productor. Fue el escritor de dos obras maestras: El enemigo público número 1, de W.S. Van Dyke, y El pan nuestro de cada día, de Vidor -una de mis cinco películas favoritas de los años treinta-, ambas del 34, y el productor de nada menos que Historias de Filadelfia, de Cukor, en el 40. Unos años después, en el 46, llegó el momento de dirigir su primer largo, y Ernst Lubitsch, por entonces en la Fox, lo eligió para llevar adelante El castillo de Dragonwyck (Dragonwyck), en la que él mismo se reservó el papel de productor, aunque luego no llegara a ser incluido en los títulos de crédito.
Es difícil ver hoy, con ojos inocentes, la primera película de quien fue uno de los gigantes del Hollywood clásico. No soy partidario de la manía tan extendida de la crítica cinematográfica que incurre en ser exacerbadamente ácida con películas actuales, a las que se minusvalora en comparación con la grandeza de los años dorados del cine, pero que al mismo tiempo desatienden, al analizar las obras de ese período, a las debilidades e incongruencias de esas películas, carencias que aprecian inmediatamente en una película de nuestra época. Dragonwyck es una de esas películas recorridas por debilidades manifiestas, y no muestra aún la sutil complejidad de la escritura de Mankiewicz, que pronto se desarrollaría en películas posteriores.
Dragonwyck pertenece al subgénero del terror que es el gótico. Surge de la literatura inglesa, con dos caminos divergentes: el terrorífico de El monje, de Lewis, y el romántico de Cumbres borrascosas, de Brönte. Curiosamente, esos dos orígenes literarios hallarían sus correspondencias cinematográficas: así, El caserón de las sombras, de James Whale, (1932), sería un ejemplo del gótico terrorífico, con casas sombrías en las que el mal y la locura anidan. Si pegamos un buen salto temporal, esa tendencia llega hasta nuestros días con el final de True detective (2014). Mundos cerrados y claustrofóbicos, en los que la insania y la endogamia fermentan con facilidad. La derivación romántica la llevó a Hollywood un inglés -como inglés era Whale-: Hitchcock, en Rebeca (1940). La historia de la mujer martirizada por un pasado contra el que ella no puede competir y amenazada por la presencia diabólica de un ama de llaves que corporeiza ese pasado enterrado abriría una vía narrativa del que muchos directores bebieron.
Es cierto que un año antes, y con el mismo actor de Rebeca, Laurence Olivier, se había estrenado la versión americana de Cumbres borrascosas, dirigida por William Wyler, pero es destacable que fuera Hitchcock el que trasplantara ese imaginario europeo, específicamente inglés, al cine americano. Creo que la mezcla entre las raíces literarias inglesas y la implantación en el sistema de estudios del cine norteamericano, produce ese aspecto un tanto naif con el que se tradujeron los códigos genéricos literarios del gótico. Luz de gas (1944), de Cukor, o La escalera de caracol (1945), de Siodmak son otros conocidos referentes de un subgénero al que, al acabar la década, el propio Hitchcock, antes de entrar en su esplendorosa década de los cincuenta, puso fin con Atormentada (1949), más kistch que naif. Ese aspecto naif que destaco está causado por el modo siempre innoble y forzado, industrial, en el que son mostradas las cuitas de la heroína que protagoniza estas películas. Siempre hay una mujer en peligro, por culpa de un hombre malvado que al comienzo de la película no se muestra como tal, en una especie de sublimación del machismo romántico, mediante un «macho» protector de la protagonista que va trocando en amenazador y progresivamente violento marido. El matrimonio, en estas películas, aparece como una trampa mortal, de la que la mujer puede salir violentada, y el hogar, la casa, se transforma en un lugar lóbrego y dominado por chirridos y gritos aviesos. Naif, frente al presente, porque no está lejos de la realidad mucho más macabra de tantas mujeres, atrapadas en círculos infernales en los que el romanticismo primero, si lo hubo, deviene en exterminador.
En Dragonwyck la heroína es Gene Tierney, que se marcha a pasar una temporada con su medio primo, interpretado por Vincent Price, actor con el que ya había coincidido en Laura, de Preminger. El clima que se respira en el castillo de Dragonwyck es enfermizo, y Miranda Wells no tardará en descubrir que Nicholas Van Ryn es peligroso y maligno. Se revelará, una vez casado con ella, como un ególatra enfermizo, sin escrúpulos, que prefigura los papeles que Price haría luego en las películas de Roger Corman.
La película es climática, pero funciona solo a tirones, con trechos muy atractivos y otros en que el filme se hace cuesta arriba, pesado de ver. Me resulta muy interesante la visión del gótico norteamericano, con un Price que podría ser un personaje de Hawthorne. Hay algunas escenas, como la del baile, en que la imagen del actor recuerda a las siluetas de tantos personajes que inspiraron a Tim Burton, admirador devoto de Vincent Price. Con su aspecto elegante y cierta ironía nunca explotada en su carrera lúgubre, si hubiera nacido diez años antes, Price podría haber participado en algunas comedias de Lubitsch de los treinta. Su personaje, nihilista, es lo mejor de la película, que tiene errores tan perturbadores y extraños como la desaparición de varios de sus personajes a mitad de ella sin que nada se explique al respecto. La niña de Nicholas Van Ryn, que revela a Miranda las presencias malignas que habitan el castillo, se evapora de una escena para otra, al igual que una sirvienta, sustituida en el tramo final por otra criada, una joven Jessica Tandy, maltratada por su señor con sadismo verbal.
Con todos esos errores, y algunos más que por devoción a su director no señalaré, pero también con la acertada intensidad de algunas de sus escenas -las mejores son las más enloquecidas-, Dragonwyck supuso la entrada en el cine de Mankiewicz, el comienzo un tanto extraño para el estilo de su obra, más urbana de lo que esta película pudiera presagiar. Gracias al sistema de estudios que entonces imperaba en Hollywood, Mankiewicz exploraría en adelante otros géneros y en casi todos ellos, incluido el fantástico, dejó alguna obra maestra.
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