La semana pasada leí La habitación de Nona, el nuevo libro de cuentos de Cristina Fernández Cubas. Sus últimos cuentos inéditos, Parientes pobres del diablo, fueron publicados hace nueve años. Han pasado desde entonces muchas cosas en la vida y en la carrera literaria de Fernández Cubas. Todos los cuentos, en 2009, funcionó como un catalizador perfecto que acercó sus cuentos a nuevos lectores y la colocó, para los que no estaban al tanto de la evolución del género en los últimos treinta años, en el ramillete escogido de los mejores cuentistas españoles. Es anecdótico, pero he comprobado cómo la entrevista que le hice al publicarse ese libro, y que luego fue recogida con otras muchas en La familia del aire, ha ido convirtiéndose, lentamente, en la más leída de entre las casi cuarenta que publiqué.
Cristina Fernández Cubas publica espaciadamente. Si eso pone un tanto de los nervios a los que esperamos un nuevo libro de cuentos suyo, también permite analizar, al cabo del largo período que transcurre entre ambas publicaciones, las variaciones, las evoluciones, los matices que van mostrando sus relatos, apresados, en todo caso, en un frasco de perfumes muy determinados. Me senté, pues, el fin de semana pasado a leer su nuevo libro con la devoción y altas expectativas que un libro así merecía. Al día siguiente, cuando acabé la lectura -hice otras cosas, claro: comí, bebí, maldormí, pero llevaba los cuentos en la cabeza- me cercó la melancolía. De sus seis cuentos, tres me parecieron maravillosos, porque sin apartarse un ápice de su mundo narrativo, la autora había hundido el pie un poco más en su particular modo de nombrar el miedo, la angustia, la presencia del doble y, sobre todo, la forma en que durante la infancia se incuban todos los terrores y trastornos que nos acompañan durante la vida adulta, en la que nos transformamos en doppelgänger gigantes de niños ya desaparecidos y quizás más sabios.
«La habitación de Nona» vuelve al mundo de «Mi hermana Elba» o «Los altillos de Brumal». Pocos narradores contemporáneos españoles tienen la capacidad de Fernández Cubas para impregnar sus narraciones, entre el cuento de hadas y el puro fantástico, con esa desesperación realista que nos contagia a los lectores, para que recordemos cómo se perdieron nuestras infancias, cómo nos convertimos en otras personas. No sé, pero siento una gran pena al leer los cuentos de niños de Fernández Cubas. Tristeza porque me recuerdan que, como Elba, o la narradora de «La habitación de Nona», el niño que fui seguramente vaga en una realidad paralela, desasistido y abandonado por quien, poco a poco, lo va recordando menos y, con seguridad, lo va inventando más. Sus niñas, como las de los cuadros de Balthus, gozan del perverso privilegio de la maldad inocente, y pueden sentir envidia y deseos malsanos aunque los que los rodean no vean más que los lógicos pensamientos confusos de una criatura que crece. En «La habitación de Nona» no sorprende su final, que se prefigura desde el comienzo, sino el decir de su narradora, su modo de, con la palabra, herir y pedir a la vez atención. De nuevo la infancia se nos muestra como el reino en el que los miedos tienen formas pegajosas.
El cuadro que ilustra la portada de La habitación de Nona, de Adriano Ceconi, que encabeza este texto, motiva un elegante juego metaliterario al ser, a la vez, el protagonista de «Interno con figura», en el que, con la excusa de una visita que la escritora hace a la exposición que sobre los Macchiaioli hubo en la Fundación Mapfre, en 2013, descubre una conexión fantástica entre el cuadro que da título al cuento y una niña que lo mira, mezclada entre un grupo de escolares, y en la que la narradora del cuento ve los atisbos de un mundo sórdido. El cuento es bellísimo porque, con extrema sencillez, explica el modo en que la obra de arte se interrelaciona con la realidad, cambia a sus contempladores y puede filtrar la cotidianeidad con historias, inquietudes y emociones difíciles de discernir. Pero, también, porque resulta una especie de mise en abyme en la que la escritora y uno de sus personajes arquetípicos se encuentran frente a frente, retroalimentándose en un juego literario sin fin, como si Fernández Cubas no tuviese miedo de traspasar ella misma el umbral que la conecta con su mundo onírico.
En aquella entrevista mencionada al principio, al hilo del recuerdo impactante que produjo en ella la película Jennie, de William Dieterle, Fernández Cubas afirmaba: Jennie es una seductora historia de amor, pero sobre todo una burla del espacio y del tiempo. Y yo, en aquella época – y lo digo de un tirón antes de que me arrepienta- creía en la posibilidad de esa burla, de traspasar los límites de lo visible, de encontrarme de pronto en un mundo paralelo….¿Fantasías de críos? Posiblemente. «La nueva vida», el cuento que completaría la trilogía maestra de este volumen -siendo alta la calidad de los otros tres, especialmente para mi gusto «El final de Barbro»-, me parece emocionante porque prosigue y avanza en ese camino de sumergimiento de la autora en sus propios cuentos. Como en Jennie, la narradora, de nuevo la propia Fernández Cubas, en paseo solitario por Madrid, traspasa los límites de lo visible, se encuentra de pronto en un mundo paralelo, y cree ver a su compañero, «que había abandonado este mundo hacia casi ocho meses». No es alguien que le recuerda a él, es él, y, como en Jennie, Fernández Cubas, a través de la literatura, revive y acompaña a la persona con la que compartió la vida, en un momento de plenitud. Hay un momento mágico, casi al final del cuento, en el que la narradora lo pierde de vista y se dice que ya estará, en un coche desvencijado de los años setenta, camino de Segovia. Se le ocurre tomar el AVE y llegar allí antes que él.
Tiempos del presente contra tiempos del pasado. Nada estaba perdido todavía.
Sin pedantería, con una sencillez extrema, ese cuento, «La nueva vida», me ha parecido emocionante e inolvidable. Mediante un raro cuento fantástico, Fernández Cubas ha entregado un relato autobiográfico, íntimo y demoledor, sobre el paso del tiempo y la llegada de la vejez.
Estos cuentos que he comentado aquí son, tal vez, un resumen de su mundo narrativo. Emblemas escritos con la naturalidad que da el dominio artesanal de un arte, un dominio que se alcanza al cabo de mucha escritura y mucho vivir, con las durezas, y también dulzuras, que conlleva la palabra vivir, ese palíndromo con un inicio y final tan parecido. Los leía y pensaba, alcanzado por su belleza, que lo más destacable de ellos no era su originalidad, vano recurso de juventud. Fernández Cubas no necesita buscarla. Entre la originalidad y la maestría, ella ha elegido la maestría.
Recordé que mi hermana, a su manera, era lista, muy lista. Y se me ocurrió que lo que estaba viendo no era más que lo que ella querría que yo viera.
La habitación de Nona
Cristina Fernández Cubas
Editorial Tusquets
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