
Mi simpatía hacia Thomas de Quincey es enorme. Sus libros me supusieron un descubrimiento cuando era muy joven. Leí, con poco más de veinte años, los pocos títulos suyos que circulaban en ese momento, editados en la colección de bolsillo de Alianza, con las traducciones, ya clásicas, del peruano Luis Loayza. Desde entonces cada uno de sus libros me ha regalado horas de gozo lector, al tiempo que les reconozco una gran influencia en mi modo de entender la literatura, y de practicarla.
La flamante editorial Firmamento —gaditana, qué atentos hay que estar a las nuevas editoriales que cuajan en Andalucía— ha reeditado Los últimos días de Immanuel Kant, en traducción de Julia García Olmedo, y el disfrute de las lecturas de juventud ha regresado con similar energía a la de entonces. Ya tiene mérito.
De Quincey nació en Manchester en 1785, tiempos revolucionarios en Europa, fue íntimo amigo de los poetas románticos Coleridge y Wordsworth, con quien vivió, aunque él eligió el camino de una prosa ensayística de formato breve que publicó en revistas y periódicos. A su muerte, en 1859, el romanticismo en el que se lo encuadró era historia de la literatura, sustituido por el realismo y el simbolismo, cuya figura más señera, Baudelaire, fue apasionado lector de la obra del inglés.
Thomas de Quincey filtró sus conocimientos enciclopédicos en ensayos y artículos. Escribió textos sabios sobre Grecia y Roma, Los Césares, o sobre Shakespeare, On the Knocking at the Gate in Macbeth, analizó a sus camaradas románticos en Memoria de los poetas de los Lagos y narró deliciosamentelas aventuras de la religiosa militar Catalina de Erauso en La monja alférez. Las casi dos decenas de tomos de sus obras completas contienen una inabarcable colección de temas.
El mismo año que nació Baudelaire, 1821, Thomas de Quincey publicó Confesiones de un opiómano inglés, el libro que lo hizo célebre, en el que narraba su dependencia del opio y sus tormentosos intentos de desintoxicación. Dos siglos cumple este año poeta y libro.
En 1827 habían pasado más de veinte años desde la muerte de Kant y De Quincey, que tenía en el filósofo un referente intelectual, le dedicó Los últimos días de Immanuel Kant, el ensayo que ahora reedita Firmamento. En este libro perfecto, De Quincey narró la biografía doméstica del declive y muerte del filósofo a través de fuentes externas, especialmente las memorias que sobre su relación con él escribió el teólogo Ehregott Andreas Christoph Wasianski. Uno de los puntos fuertes de los ensayos de Thomas de Quincey es la elección de un narrador que le otorga a los mismos el matiz divulgativo y periodístico al que le obligaba sus publicaciones en prensa, y que hoy lo hacen absolutamente moderno, por introducir un elemento distanciador desde el que jugar con los hechos, acercándose o alejándose de ellos a placer, mediante el manejo sabio de la digresión, a la que fiaba todo el poder de sus libros. Aquí De Quincey habla mediante la voz de Wasianski. Fluye una sucesión de acontecimientos íntimos, pero lejos de la biografía intelectual. No se pretende explicar su filosofía, pilar del pensamiento ilustrado, sino su modo de estar en el mundo más allá de la razón pura. Asistimos a los rituales cotidianos de Kant, sus horarios, su gusto por la comida, su amor a la conversación tolerante y generosa para con los comensales: «rara vez, por no decir nunca, dirigía la conversación hacia ninguna rama de la filosofía que él mismo había fundado», su entrenado alejamiento de las pasiones, que tenía bajo control y al que atribuía su vida fecunda y larga, pese a su mala salud de hierro. «Empleaba para hablar de sí mismo la imagen de un gimnasta que había logrado mantenerse sobre la tensa cuerda de la vida casi ochenta años sin caer nunca a derecha o izquierda».
Resulta hoy divertido leer sobre su negacionismo respecto de la vacuna de la viruela, que acababa de descubrir su compatriota Edward Jenner: «Pensaba que para garantizar la eficacia de la vacuna contra la infección era necesario un periodo mucho más largo de experimentación. A pesar de la falta de fundamento de todas estas teorías, resultaba extremadamente divertido escuchar los complejos argumentos y analogías que él traía a colación para defenderlas».
Nos reímos con ciertas ocurrencias del filósofo —su creciente adicción al café, la borla de su gorro que a punto está de incendiarse al quedarse dormido—, y nos enternece el ocaso de sus facultades. Sus amigos le fabrican una silla para que no pierda el equilibrio; Wasianski lo lleva a pasear en un coche para que tome algo de aire, muy de vez en cuando; la memoria falla, las ideas se escapan. Un proceso muy parecido hoy al de hace dos siglos.
En ese final del genio de Könisberg, De Quincey nos muestra la prefiguración de cualquier acabamiento, que no perdona a genios ni a lerdos, a grandes hombres ni a criminales miserables. Se le criticó en su tiempo por mostrar tales miserias humanas, pero hoy lo leemos como un libro compasivo y de escritura extremadamente limpia.
Los libros de Thomas de Quincey nos resultan contemporáneos porque defienden una mezcla de géneros que es propia de la narrativa actual. Pionero de la autoficción, con un personaje engañador que es él pero que no llega a darse del todo, en un viaje constante entre lo onírico y lo confesional, leer, por ejemplo, Del asesinato considerado como una de las bellas artes y su reconstrucción de los crímenes de Williams y los M’Kean, nos sirve para entender cómo hoy —ya lo era entonces— nos son tan atrayentes las mórbidas maldades contadas en los true crime.
«Una vez pagado el tributo de dolor a quienes han perecido y, en todo caso, cuando el tiempo ha sosegado las pasiones personales, es inevitable examinar y apreciar los valores escénicos de los distintos crímenes. Se compara un asesinato con otro; se cotejan y valoran las circunstancias que otorgan a cada uno de ellos la superioridad, como por ejemplo la incidencia y efectos de la sorpresa, etc.»
La relectura de Los últimos días de Immanuel Kant me ha hecho pensar en cuánto había, para De Quincey, de existencia vicaria en la figura de Kant. Veía en él a un pensador templado, dominador de las pasiones, indagador de los telares de la realidad, que puso boca arriba la historia del pensamiento sin necesidad de moverse de su pequeña ciudad natal, que pese a su salud quebradiza tuvo una vida longeva gracias a su pasión por los libros y el saber, y Thomas de Quincey tal vez reconocía en ello un ideal de vida. Él tuvo una juventud convulsa, adicta a diversas miserias, pero también De Quincey viajó en sus libros por el saber conocido de su tiempo sin que ello le requiriera llevar una vida aventurera: se ocultaba en su casa resguardado por su riquísima biblioteca, y no parecía necesitar nada más. Fue un escritor romántico de maneras ilustradas que nos hizo un regalo enorme a sus lectores de hoy y que también tuvo una vida larga, aunque ahogado por las deudas, cosa que alguien tan previsor como Kant nunca se habría permitido.