El tiempo amarillo – Fernando Fernán Gómez

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Los de la generación de los setenta -que por edad parece que no estamos llamados a participar en la reconstrucción de esta democracia afectada por aluminosis- tenemos más presente a Fernando Fernán Gómez que a muchos parientes lejanos, porque con él hemos tenido oportunidad de convivir durante más horas que con esos familiares, gracias a sus interpretaciones en numerosas películas y series de televisión que recorren, casi sin interrupción -a excepción de unos años malditos en la década de los sesenta-, toda la historia del cine español desde la más temprana postguerra hasta su muerte. Pero ¿cómo verá a Fernán Gómez uno de esos jóvenes más o menos hipster que redescubre hoy a otro genio nuestro, José Sacristán, en películas como El muerto y ser feliz o Magical girl? Es lapidaria la frase de Sacristán, con más de setenta: “Estoy aún en segundo de Fernán Gómez”.

Una de las especialidades de la gastronomía española es convertir la cultura en chiste y parodia. A los humoristas les encantan los sketchs sobre cualquier cosa que huela, en televisión, a cultura. Preferimos que nuestros creadores sean chuscos, extravagantes o rancios, porque eso nos capacita para acercarnos al personaje distanciándonos del creador. Así, hay generaciones de españoles que identifican a Dalí con sus bigotes, a Cela con su palangana, a Arrabal con su milenarismo, a Umbral con su libro y a Fernán Gómez con su ¡a la mierda! Como somos freaks, nos gustan los freaks.

Por eso resulta una gran idea que Capitán Swing, una de mis editoriales preferidas, y que tan bien ha conectado con los jóvenes que, por edad, sí están llamados a instalar las guillotinas en las calles -aunque no lo harán, al final siempre apostamos porque la tibieza cure nuestros problemas de circulación- haya incorporado a su catálogo El tiempo amarillo, las memorias de Fernando Fernán Gómez, para que esas nuevas generaciones no olviden el legado de quien, a pesar de considerarse sólo un cómico, fue mucho más que eso. En su amenísimo prólogo, Luis Alegre lamenta que un artista tan polifacético -actor, director de cine, autor de obras teatrales, novelista- sea aún hoy recordado por muchos por aquellas salidas de pata de banco, en los años finales de su vida, que él mismo fomentó, lo reconoce en sus memorias, porque descubrió que para un tímido al que no le gustaba el contacto con el público, no había mejor forma de ahuyentarlo que cultivar, con esmerado histrionismo, cierta misantropía.

 Misántropo ejerciente pero, sobre todo, intérprete genial. Fernán Gómez pertenecía a la categoría de esos actores que “no interpretaban”, provistos de una naturalidad prodigiosa que no precisa de excesivas metamorfosis físicas. Actores de personalidad tan potente que por sí mismos son un modo de interpretación, y que interiorizan el personaje a interpretar hasta el punto de que no imaginamos que pueda ser encarnado por alguien distinto de ese actor. Siempre me atrajo de él su capacidad increíble para el sarcasmo y una ironía muy humana. Sus personajes, hasta cuando se ensimismaron en la melancolía reflexiva de la vejez, sabían de lo que iba la vida y se negaban a sacralizarla.

El tiempo amarillo constata esa intuición. Sus memorias retratan a una persona con ambición un tanto sainetera, pero sentida, por el lujo y la buena vida, alguien que puso la amistad y la juerga por delante del dinero, mesurado en sus juicios, que empezó siendo de derechas porque vio lo que los revolucionarios hicieron en el Madrid sitiado -recuerda que no fueron tantos los españoles que vivieron al completo el Madrid de la guerra, aislados por los franquistas: él sí fue uno de ellos- y acabó siendo de izquierdas porque vio lo que la derecha hizo con España durante cuarenta años. Un artista sin envidia ni rencor que aspiraba a la fama, y al que la fama se empeñaba en esquivar. Un niño que vino al mundo en Lima, en una gira de su madre, la actriz Carola Fernán Gómez; su nacimiento fue registrado en Buenos Aires; y creció en España sin padre. Fernán Gómez no revela en el texto pero sí Luis Alegre en el prólogo que el padre del actor era Fernando Díaz de Mendoza, hijo de María Guerrero. Abuela y nieto fueron dos de los grandes actores españoles de la interpretación española. El personaje del padre, sin identificarlo, aparece en el texto, con una conducta ridícula cuando intenta alejar a su hijo del teatro en el que actuaba aquel y también el mejor amigo de Fernán Gómez, Manuel Alexandre, al que acudía a ver cada tarde, para darle ánimos y también porque esa era costumbre de cómicos. El capítulo en el que el padre le envía un emisario para exigirle que no vaya más al teatro al objeto de no levantar suspicacias y, de paso, le regala “un corte de tela blanca para que te hagas una americana”, es genial, muy divertido, pero Fernán Gómez se ahorra cualquier reproche y nunca llega a dar siquiera una pista que permitiera, en su momento, leer las memorias à clef.

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Mi abuela me decía que estuve a punto de morir y de que me tiraran al mar, y que lo que más pena le daba a ella era que su nietecito tuviera aquel final. Lo de las uvas peladas era para mi abuela una innovación sorprendente, pues ella había destetado a todos sus hijos con cebolla, procedimiento por el cual consiguió que no se le murieran más que nueve antes de cumplir un año. El décimo llegó a los doce. Y otros dos, mi madre y mi tío Carlos, sobrevivieron.

Esa es una de las características de estas memorias. Son pudorosas y respetuosas hasta el exceso con sus amigos y amores. Fernán Gómez prefiere callar antes que ofender, y aunque hay muchas anécdotas, escasean las confidencias comprometedoras. Al fin y al cabo, aunque ansiaba la fama, el actor no creía en la posteridad, y no se le hubiera pasado por la cabeza comprometer una amistad o una relación que fue afectuosa durante su vida para enriquecer sus memorias con una historia que hubiéramos agradecido como lectores, pero que él no se quería permitir. En seiscientas páginas, apenas hay un par de páginas con algún vitriolo hacia Juan Antonio Bardem, al que retrata con cierta mala baba, partiendo la pana en el festival de Cannes, “vestido de elegante internacional”, y volcado en trabar los contactos convenientes que le beneficiaran en su carrera. No es el caso de Fernán Gómez, que describe autocríticamente su paso por Francia e Italia por su incapacidad para integrarse y sacar provecho de su trabajo en unas pocas películas extranjeras. Por eso, pese a tener la altura interpretativa de los grandes actores de la historia del cine, y aunque varias de sus películas con Saura y Querejeta, con Erice o, después, en Belle époque, con Trueba, tuvieron gran repercusión internacional, él no fue capaz de tener -no quiso- la carrera fuera de España que sí desarrollaron Francisco Rabal o Fernando Rey. Fernán Gómez era un cómico español, más cercano a la imagen que él mismo trasladó de los actores en la imprescindible El viaje a ninguna parte que a la que hoy tenemos de los actores jóvenes, más lechuginos y menos castizos, más pendientes de trabajar en inglés que de vocalizar en español.

Sobra pudor. Curiosamente, la mitad del libro que cuenta su triunfal carrera no es pródiga en detalles. Yo, por hablar de alguien a quien conozco, hubiese querido conocer muchas más cosas de las películas que hizo con Edgar Neville, al que ni siquiera nombra, creo, aunque hiciera con él la melancólica El último caballo; o sobre esa obra maestra oculta del cine español que sigue siendo Vida en sombras, de Llobet Gracia, a la que dedica sólo unas líneas, como son unas líneas las que merece su intervención en Belle Époque, para destacar el buen ambiente de trabajo que había en el equipo, o en El espíritu de la colmena, otra película fundamental. Tampoco se extiende demasiado sobre su colaboración con Saura y Querejeta. Le puede, ya digo, el pudor, el no querer ofender aunque sea por descuido, el respeto a sus compañeros de profesión. Sí se extiende sobre su relación con Jardiel Poncela, que fue su descubridor en el teatro y al que él consideraba su maestro, aunque es Luis Alegre quien detalla cómo el actor le prestó cantidades no despreciables de dinero al escritor, en sus malas rachas finales, algo a lo que Fernán Gómez, por elegancia, no alude ni de lejos.

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Puesto que era rico, en el año 48 me ofrecí como mecenas para el premio Café Gijón de novela corta. Pagaría todos los años mil quinientas pesetas al autor premiado y sufragaría los gastos de la edición. (…) A los tertulios del Gijón nos daba envidia que Barcelona tuviera el premio Nadal, con sus votaciones a lo Goncourt y sus cenas, y por ello fundamos nuestro propio premio. Pero a los pocos años García Nieto me aconsejó que lo dejara, ante las conspiraciones, los tejemanejes, los cabildeos que se montaban para presionar a los jurados. A García Nieto un concursante llegó a agredirle, y otro me recordó a mí que llevaba pistola.

En 1997, con ocasión de una reedición de El tiempo amarillo, Fernán Gómez amplió sus memorias para contar lo que de nuevo había ocurrido durante esa década. Leídas hoy, resulta un error aquel añadido, que en realidad consistió en un diario sobre las vicisitudes de producción y rodaje de una película, Pesadilla para un rico, de una calidad bastante mediana.

Lo que, a mi parecer, hace grande este libro y de lectura obligada para todo el interesado en la historia del cine español pero también en la historia a secas del siglo veinte español es la primera mitad del libro, en la que el actor se demora narrando su infancia y juventud. Es en la crónica de ese tiempo difícil y angustiado, en el que llegaría a vivir con su madre y su abuela materna en no menos de cuatro casas de la calle Álvarez de Castro, en un corto espacio de tiempo; en los detalles con los que cuenta cómo era el Madrid de la República y el Madrid sitiado y mísero de la guerra, “esto, lo que tiene que acabar”; en la ternura infinita con la que describe a su abuela -el libro comienza con una escena en la que ella le hace cruzar Madrid, camino de la Puerta del Sol, para celebrar la caída de la monarquía- y su progresivo alejamiento de ella, conforme crece y sus intereses son otros distintos a los de la vieja que se consume en la habitación del fondo de la casa; en la descripción de la inseguridad, los miedos, las asechanzas entre las que había que vivir en aquel tiempo, en el descubrimiento y goce de la amistad o de la libertad, cuando Madrid cae y él se lanza a andar, sin rumbo, fuera de la capital, para demostrarse que el mundo sigue, que no se acababa en aquella ciudad enclaustrada en la que el dinero rojo ya no valía nada; en ese recuerdo de gente muerta, lejana al tiempo en que redactó sus memorias, de la que Fernán Gómez habla con franqueza y cierta dureza que, honestamente, se reserva para sí mismo mientras en los demás disculpa sus mezquindades; ahí es donde el libro alcanza una resonancia perdurable y emocionante, y donde el actor de voz cavernosa y presencia imponente se revela frágil, tierno, cariñoso, sin teatro que valga.

El tiempo amarillo
Fernando Fernán Gómez
Capitán Swing


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