
Habían llegado los ochenta. Yo era un niño muy aficionado al cine. Me obsesioné, además, con el mundo de las bandas sonoras. Cuando veía una película intentaba disociar lo que les sucedía a los personajes de cómo sonaba lo que les sucedía a los personajes. Procuraba memorizar los nombres de los compositores de bandas sonoras. En aquel tiempo los más grandes del cine clásico estaban aún vivos y en activo, junto a jóvenes que alcanzaban la plenitud de sus carreras musicales. Se estrenaban películas con música de Elmer Bernstein, Henry Mancini, Ennio Morricone, Georges Delerue y, sobre todo, John Williams y Jerry Goldsmith, mi compositor preferido, por su eclecticismo y su afán investigador. Compartía con un buen amigo aquella pasión y escuchábamos en nuestras casas, una y otra vez, los vinilos y cassettes que penosamente podíamos comprar, cuando nos alcanzaban los ahorros.
Durante esos años vi las dos películas de terror de Chicho Ibáñez Serrador y sus bandas sonoras, compuestas por Waldo de los Ríos, me llamaron mucho la atención. Una de ellas, La residencia, tenía el sonido romántico del cine gótico de la Hammer, que podía girar de lo majestuoso a lo macabro. Pero ¿Quién puede matar a un niño? (1976) era sorprendente, maravillosa, con una modernísima música casi atonal. Esto ahora no sorprende demasiado, puesto que el atonalismo ha pasado a convertirse en el sustrato sonoro del cine de terror contemporáneo, pero en aquellos tiempos era un planteamiento novedoso. Aquella música estaba muy influida por la música de Krystof Komeda para La semilla del diablo —Komeda, por cierto, tuvo también una muerte trágica, en accidente de coche—, aunque Waldo de los Ríos utilizaba la electrónica del modo inquietante en que, al poco, lo haría Jerry Goldsmith en sus partituras atonales para Coma (1978) o Alien (1979). Incluso el clasicista John Williams acababa de componer para Tiburón (1975) un tema central, percusivo y esencial, sin rastro melódico, que aterrorizaba los cines y las playas.
Valls Gorina y Padrol, en su pionero Música y cine, consideraban la banda sonora de La residencia «la mejor partitura española de los tiempos modernos». Pues bien, como se cuenta en Desafiando al olvido, esa banda sonora no se ha publicado nunca completa, y tal vez las pistas de sonido se hayan perdido para siempre.
Mi padre me habló del compositor de aquellas bandas sonoras para las pelis de Chicho, Waldo de los Ríos, lamentando su muerte unos años antes. Un tipo de gran talento, muy famoso durante una época, me dijo, sin darme más detalles. Los cuatro años transcurridos desde su muerte eran una eternidad para un niño y también para el país que decidió olvidarlo apenas el compositor se suicidó, con un tiro de escopeta, en la lujosa casa madrileña donde vivió los años de triunfo, dinero y fama.
Con su enigmático suicidio comienza Desafiando al olvido, la biografía-homenaje de Miguel Fernández que indaga en la vida y carrera musical de Waldo de los Ríos partiendo de la reconstrucción de sus movimientos espectrales por Madrid ese 28 de marzo de 1977 que acabaría con su suicidio. Hay mucho de narración Rosebud en este libro melancólico y celebratorio de una época perdida: con primor, Fernández va uniendo las piezas de un rompecabezas imposible que conduce inexorablemente al final trágico de la muerte del músico en el dormitorio de invitados de su casa, en el que se habían alojado tantos de los artistas a los que él ayudó a triunfar. Del Buenos Aires natal, acobardado por la figura de su madre -la cantante Martha de los Ríos, célebre en Argentina- pasando por su apoteósico triunfo con Hispavox y el sonido Torrelaguna —tan definitorio de la canción española de aquella época—, con los varios millones de discos vendidos del Himno a la alegría cantado por Miguel Ríos, al que no le convencía el proyecto, hasta el final solitario en Madrid, viviendo una homosexualidad no asumida, asistimos a la ascensión y caída de un personaje fundamental de la cultura popular de los setenta. Un personaje que podría serlo de una narración de Scott Fitzgerald o Cheever, siempre entre la gloria y una creciente autodestrucción.

Hay tanto cariño en esta reconstrucción de un mundo en vías de desaparición, del que va quedando poco más que un puñado de canciones clásicas, que Miguel Fernández te atrapa en una red adictiva. La organización narrativa de su libro, en el que la experiencia vital del autor se mezcla afectivamente con el retrato de la época, que es la de su infancia, logra suplir los enormes huecos de la experiencia vital del biografiado, que, como siempre que nos acercamos a la cultura popular, deja pocos documentos. La investigación del libro se centra en la recopilación de numerosos testimonios de personas cercanas a Waldo a los que Fernández ha entrevistado. Y en ese aspecto del libro se aprecia su llegada a tiempo, por poco: entristece comprobar que muchas de esas figuras entrevistadas han desaparecido durante el proceso de escritura de «Desafiando al olvido». Alberto Cortez, Michel Legrand o Chicho han muerto, como la mayoría de productores y técnicos musicales de la Hispavox de los días gloriosos. Isabel Pisano, su viuda, está ingresada en una residencia y sufre alzheimer.
He disfrutado mucho con la reconstrucción de los años Hispavox. Alucina conocer todas las canciones de las que Waldo diseñó su sonido, con sus imaginativos arreglos. Raphael, Mari Trini, Jeanette —Saura, qué razón llevabas, ¿Por qué te vas? suena insuperable—, Miguel Ríos. El libro recoge cada uno de sus momentos gloriosos, junto a anécdotas sorprendentes que yo desconocía, como la propuesta que Kubrick le hizo de componer la música de La naranja mecánica. Tampoco se obvian las aristas más oscuras de su personalidad, cierto envanecimiento que podía hacerlo ingrato con los más cercanos.
En el último tramo de su vida, durante la recién estrenada democracia, Felipe González le propuso a de los Ríos que hiciera algún arreglo para La Internacional. «Parece que ya se han cansado de cantarla», decía el músico. Incluso hizo llegar al PSOE un boceto que sería una delicia escuchar ahora. Esa España presuntuosa que quería bailar de otro modo el chachachá volvió la cara cuando Waldo de los Ríos se mató. Se lo olvidó rápido, no porque se tuviera nada contra él, sino porque la España que simbolizaba, esos setenta que se acababan, había que enterrarla bien enterrada.
Las cosas no han cambiado mucho. Cuando Podemos subió a los cielos en el primer Vistalegre, tiró de repertorio protesta. Krahe, Labordeta, Quilapayún y L’estaca. Para eso, la transición molaba.
Durante la escritura de mi novela La canción de Brenda Lee, cuyo protagonista es un cantante de los setenta, volví a escuchar toda esa música, que era también la de mi infancia, y pensé en muchas de aquellas figuras tan imponentes: Nino Bravo, Camilo Sesto, Mari Trini, Waldo de los Ríos, todas entre el exceso y el poderío interpretativo, puro barroquismo sensual.
Así que no es de extrañar que este verano tan raro se haya hecho, durante los pocos días en que me bebí Desafiando al olvido, refrescante, vivo y alegre.
Y el niño que pasea dentro de mí se acuerda de esas bandas sonoras que Waldo no siguió componiendo. Allí estaba su mejor música, pero Chicho le dio calabazas y se dedicó a sus concursos. El cine español se perdió un dúo a lo Hitchcock-Herrmann.
Eso habría sido sonido Torrelaguna, a lo grande.
Desafiando al olvido – Miguel Fernández – Rocaeditorial