Manuel Moyano empezó con el siglo su trayecto literario; al publicar El amigo de Kafka (Pre-textos, 2001) destacó entre la generación de escritores que se dedicaban por entonces a la escritura de relatos. Pese a ello, desde sus primeros libros Moyano alternó el relato con la novela y con volúmenes de diversos géneros: el libro de viajes, el gusto por lo antropológico, el microrrelato, la miscelánea. Su mirada literaria es inquieta, hasta el punto de que desde hace unos años, como tantos otros de su quinta, parece haberse alejado del género cuentístico que lo dio a conocer, quién sabe si por cansancio, decepción o por insuficiencia del género para abordar sus intereses literarios.
Me identifico con esa escritura de mal asiento, que rebusca entre los géneros y salta al vacío, el único lugar en el que un escritor no termina por aburrirse. Todos los libros de Moyano me interesan, tanto aquellos que se entregan al fantástico con pasión —La coartada del diablo, El imperio de Yegorov, El abismo verde— como, tal vez más aún, otros inclasificables: los micros de Teatro de ceniza o el meditativo y singular La memoria de la especie, del que varias veces le he comentado a su autor lo mucho que me gusta.
Moyano relata con igual desparpajo un viaje por Estados Unidos, con mujer e hijos, en Travesía americana, que una ruta por el curanderismo murciano en Dietario mágico. A Moyano le han inspirado con fuerza los clásicos de la literatura fantástica —Lovecraft, Wells— y los libros de viajes de Camilo José Cela o las novelas de Bukowski, una de sus pasiones lectoras. De esa curiosidad sin domesticar van saliendo libros muy distintos que, extrañamente, son coherentes, porque predomina en ellos la singularidad de su perspectiva creadora.
Durante este encierro los libros de viajes recuperan el poder evocador para el que siempre fueron creados. Nos retrotraen, no sabemos por cuánto tiempo, a las épocas anteriores a la nuestra, en que la rutinaria facilidad con que podemos recorrer el mundo nos ha inoculado cierto hastío hacia los libros que nos invitan a recorrer zonas inexploradas o desconocidas. En ese tiempo previo al low cost asumíamos que tal vez nunca viajaríamos a esos lugares de otro modo que no fuera con la imaginación.
En Cuadernos de tierra, publicado en Menoscuarto en estos días pandémicos, Manuel Moyano narra un recorrido por el sureste español, por las tierras murcianas y valencianas que bordean los ríos Segura, Mula y Vinalopó. Tierras agrestes y áridas en los que, bien lo sabemos los que vivimos en el sureste, tan deformado por los tópicos olvidadizos y cansinos, abundan los parajes cuya desolación desborda una mística que los acerca a ese fantástico tan afín a su literatura.
Durante varios años, en agosto —quien haya visitado Murcia en agosto entenderá lo que el proyecto tiene de penitencia—, Moyano cogía una mochila, aprovisionado con una manta y unas chanclas, y salía, sin propósito claro, desde su casa en Molina de Segura, orillando el Segura en una ocasión, el Mula en otra o el Vinalopó por último, con el mero afán de anotar en un cuaderno las características de los tipos que al paso le salieran. Su finalidad era caminar hasta que el cuerpo le aguantara. Cuadernos de tierra es el relato de aquellas aventuras agosteñas con las que el escritor se afanaba en toparse con lo imprevisto y afinaba su capacidad de escucha y atención.
Moyano describe los avatares del camino con su español limpio, natural y exacto. Y finalmente el narrador que lo habita encuentra historias enigmáticas en las que investiga mediante interpolaciones en cursiva respecto al relato de su caminar. Descubre que, un año antes de su caminata, por aquellos mismos caminos un asesino en serie cometió atroces crímenes, como atroces fueron otros crímenes de la guerra civil de los que tiene noticia, o sorprendentes resultan las noticias de la comunidad de nazis que se ocultó en la costa alicantina, uno de cuyos miembros puede haber rastreado el caminante en la aldea de Llombai. La investigación invernal de esas historias siniestras descubiertas durante el verano le dan al libro un ritmo eficaz, que invita a gozarlo sin demasiados descansos. Como reza un aforismo suyo: «Lo espantoso nunca aburre».
Duante las últimas dos décadas, con el prólogo durante los noventa de los libros de Peter Handke, la literatura de viajes ha trocado en «literatura del caminar». El modo en que las nuevas tecnologías nos han acercado al rincón más lejano del mundo —su estandarte podría ser Google Maps— y la recuperación de autores como Thoreau, en una época de gran preocupación climática, han alejado a los escritores de la literatura de viajes descriptiva. La vertiente más filosófica y romántica, que parte de Rousseau y sus Ensoñaciones del paseante solitario, y que define el caminar como un modo de autoconocimiento y de reflexión holística, en la que cabe el análisis cultural, antropológico y meditativo, es la más cultivada en los últimos años. Hay numerosos ejemplos de ello, como el Elogio del caminar, de David Le Breton.
No diría que Cuadernos de tierra se inscriba en esa línea. Ni mucho menos. Moyano es fiel a la tradición viajera de la literatura española; no es difícil evocar a Cela o Azorín en su libro, pero su mirada a lo Pla, escéptica y socarrona, desengañada del remedio que le quepa al ser humano por mucho que ande los caminos, termina por darse de bruces con esa filosofía del caminar, que permite al caminante entenderse a sí mismo y perdonarse sus flaquezas, conforme acepta que nunca entenderá a los demás. También La memoria de la especie rezumaba esa sorpresa resignada ante los rumbos que ha tomado el mundo, desde que empezó a marchar.
Al final de su camino, tras cruzarse con un trotamundos desgreñado, que lo ignora, reconoce que «lo mío era un antojo pasajero, una impostura, pero no un destino».
En el camino, se amontonan la generosidad de los paisanos y los crímenes más horrendos. Manuel Moyano da fe de ello. Sabe que el que camina no deja de encontrar, si mira con aprecio. Aunque cuando más se dibuja la humanidad del escritor, su posición disfrutona ante la vida, es en la narración de sus comidas apresuradas en cualquier bar —un conejo al ajillo, con patatas fritas y huevos— o en el afán por no desviarse del cauce de los ríos, en sus frecuentes baños en las pozas que le salen al paso, en sus noches al fresco sobre un lecho de hojas en una cabaña abandonada, o en alguna siesta bajo un nogal, pese al dicho que avisa de que ese árbol no deja crecer nada bajo su sombra y provoca malestar a quienes buscan su cobijo.
Esos mínimos momentos existenciales conforman la experiencia de su wanderlust tanto como los paisajes impactantes y los rastros de crímenes pasados. De todo deja constancia Cuadernos de tierra, con igual aprecio.
Cuadernos de tierra – Manuel Moyano
Editorial Menoscuarto, 2020