
Al cabo del tiempo, visto lo visto, me he convencido de que hay diversos tipos de escritores, lo que es una de esas obviedades que te pueden sorprender. Hay escritores que no son grandes lectores, y que más bien vuelcan todas sus energías en la confección y difusión de su obra. Hay otros que sí leen con pasión, pero establecen una línea gruesa y nítida entre sus lecturas y el contenido de sus obras, sin contaminación mutua. Otros, por último, llevan a sus textos su amor por la literatura y por los autores, como parte constructiva de su propio mundo narrativo. Al leerlos encontramos múltiples referencias a otros libros, a otros escritores, pero, sobre todo, la literatura forma parte de su escritura, hasta el punto de que no existirían sus textos sin esas referencias, elementos fundamentales de su modo de expresión.
Borges o Vila-Matas son sumos sacerdotes de esta clase de escritores.
A veces se critica este modo de escribir por solipsista, por «libresco», pronunciado con cierto asco, por tener ojos para el modelo literario mientras se desatiende la vida. No entiendo estos reparos, puesto que esta opción literaria es humilde, al reparar en los modelos ajenos y asumir que la obra propia es parte de un engranaje histórico y cultural, frente a la altivez de esos libros que creen no necesitar de quienes escribieron antes que ellos para desarrollar sus propuestas. Son tan soberbios a veces esos otros escritores que parecen decirles a sus lectores que no es necesario que hayan leído un libro en su vida para que los lean a ellos, como si inventasen una pequeña literatura a la medida de los que les leen.
Javier Morales ha dedicado su libro de relatos La moneda de Carver a explicitar algunos de sus amores literarios, pero integrándolos en una experiencia vital, transmitiéndonos su convencimiento de que la literatura no nos aparta de la vida, sino que es una consecuencia de la vida.
Los ocho cuentos que componen el volumen están ordenados de un modo que, a mi parecer, transmiten el mensaje anterior. La primera parte está integrada por dos cuentos, «El tiempo del tabaco», bello relato sobre la forja de la conciencia vital y de clase en el duro mundo de la recolección del tabaco en Extremadura, y por «Cementerio alemán», donde su joven protagonista, seguramente el mismo del primer cuento, descubre, en el mundo fantasmagórico y ajeno del cementerio consagrado en Yuste (Cáceres) a soldados alemanes muertos en las costas españolas durante las guerras mundiales, la vida que encierra el mundo por conocer, encarnado en Paul, un joven irlandés, y los caminos de escape que la literatura tiende ante él.
La literatura, Morales lo manifiesta desde el principio, es forma de huida tanto como de conocimiento, posibilidad de realización personal más allá de los condicionamientos de clase, limitantes en el caso del mundo agrícola extremeño.
Carver había dado en la diana, en el corazón de muchos estadounidenses, a la hora de retratar sus vidas. Su prosa tiene una sencillez aparente y sus personajes transitan por la pendiente del sueño americano y muchos pensábamos que podíamos imitarle, convertirnos en grandes escritores. Era uno de los nuestros
La moneda de carver
Cumplida esa liberación personal gracias a la literatura, los seis cuentos restantes homenajean a autores fundacionales de la historia del cuento, como Raymond Carver en «La moneda de Carver», Antón Chéjov en «El perrito de la dama» o John Cheever en «La casa de Eccles Street», pero también a otros que han tenido una influencia más íntima en su autor como Ángel Campos Pámpano, poeta y traductor de Pessoa, en «Viaje a la Ciudad Blanca» o José Antonio Gabriel y Galán en «Gayga». Gabriel y Galán fue un autor que estuvo en primera línea en los ochenta y primeros noventa pero que nunca llegó a triunfar, que murió joven y del que recuerdo con mucho afecto tanto su novela El bobo ilustrado como su labor al frente de la magnífica revista El Urogallo.
«Viaje a la Ciudad Blanca» y «Gayga» son delicados relatos en los que se entremezclan de un modo callado la vanidad del mundo literario con la constancia de su futilidad, simbolizada en esa cartera de cuero olvidada en un tren con la que se despide «Gayga».
La moneda de Carver entremezcla líneas temáticas propias de la obra anterior de Morales. El amor hacia la literatura de los grandes pero también hacia la literatura esquinada, nunca referenciada, y las dificultades de salir adelante, de ganarse la vida, eran asuntos que estaban en Lisboa, Ocho cuentos y medio o Trabajar cansa, y que aquí aparecen con una luminosidad serena y con esa voz que es la propia de su autor, una voz que transmite confianza, naturalidad y cercanía. Nos sentimos bien leyendo estos cuentos aunque hablen del olvido, la desesperanza, la pérdida o de autores fracasados, porque el discurso sobre los libros, no nos engañemos, lo es sobre la realidad, sobre la confianza, sobre la vida, tan libresca.