El hilo de Tournier

Publicado en: Literatura, Novela
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Muere un escritor, un músico, un director de cine, y al cabo recuerdas sus obras y lo que te aportaron en un momento de tu vida. Y la noticia de esa muerte te permite recuperar el momento aquel y aferrarlo de nuevo. Sus muertes se transforman en un poderoso sentimiento de vitalidad y agradecimiento. El otro día murió Ettore Scola y le agradecí aquella película con Vittorio Gassman y Fanny Ardant, La familia, en la que se contaba la historia de la Italia del siglo XX sin que la cámara saliera del decorado de una casa burguesa. Como le he agradecido a Jacques Rivette aquella película en la que Emmanuelle Béart se pasaba cuatro horas desnuda en el taller del pintor al que interpretaba Michel Piccoli. Por culpa de Rivette me enamoré de la Béart, lo que se magnificó en otras dos grandes películas de los noventa, de Claude Sautet: Nelly y el señor Arnaud y, sobre todo, Un corazón en invierno. Y le agradezco a Black, que murió el otro día en un accidente de tráfico, ese disco que mi hermano se compró, Wonderful life, y que escuché hasta el hartazgo con diecisiete años.

Y todavía más agradecido a Michel Tournier, que murió hace unos días, muy viejecito, retirado en el campo, y que publicó El rey de los alisos en 1970. Por esa novela recibió el premio Goncourt el mes en que nací, en noviembre de ese mismo setenta. Según Bernard Pivot, ha sido la única vez en que el jurado del Goncourt se ha concedido por unanimidad. En mi último año de facultad rondé durante varios meses el estante en que se ofrecía la novela, recién publicada, en la librería Urbano de la calle Tablas, en Granada. Al salir de clases pasaba con frecuencia por allí y le echaba un vistazo al ejemplar y a su inquietante portada, dibujada por Txomin Salazar. Hacía poco que Alfaguara había cambiado el sobrio diseño francés de Enric Satué por otro, mucho más impactante, con ilustraciones e imágenes. Por cierto, ese estilo de portada es el que ha seguido desde entonces la edición española, aunque entonces resultara algo estridente. Hojeaba la novela, leía fragmentos variados y sentía la necesidad de leerla. Yo me surtía de las frecuentes ofertas de la librería. Ejemplares de Bruguera, recién descatalogados, a 150 pesetas. Libros de filosofía, saldos, saldos. El libro de Tournier, publicado por Alfaguara, costaba 2600 pesetas. Demasiado caro. Ahorré durante largas semanas. Quizás tendría que haberlo robado.

Cuando lo compré al fin, me sumergí en él con un apasionamiento que pocas veces he sentido con una novela. En el grupo de amigos almerienses con el que me reunía, varios la leímos. Caímos hechizados por su trama apasionante, su densidad de ideas y su potencia estructural. Todavía hoy, las aventuras de aquel perverso que protagonizaba la novela, Abel Tiffauges, al que la guerra lo salva de la cárcel por pedófilo, atrapado por la insensatez de la Alemania nazi y que llega a trabar contacto con Goering, sigue estando entre mis novelas preferidas. Es una novela total, de esas que se inventa resonancias a cada página, y en la que se filtra la rivalidad franco germana a la que la Unión Europea pretendió poner fin -ese asunto está delicado por estos tiempos, puede acabar como tragedia o, si le damos tiempo, como comedia-. Quizás si volviera a leerla encontrara costuras, pliegues o decepciones, pero en mi recuerdo sigue intacta, potente, tersa, obra maestra. Las obras maestras no lo son porque podamos releerlas. No es necesario volver a ellas al cabo de los años, así dejamos el desengaño en el bolsillo. El gran logro de esos libros es encapsular para nosotros un pedazo feliz de nuestro tiempo, el tiempo de su lectura, y permitirnos recuperarlo con matices intactos.

En 2013, en París, compré por 5 euros una primera edición de El rey de los alisos, que había pertenecido a un tal Pierre Lacroix. Cuando me tope con él en la librería sentí un sobresalto y lo agarré como si alguien, oculto tras de mí, aguardara mi descuido para robármelo. Sentí que se cerraba un círculo comenzado a trazar exactamente veinte años antes, cuando visitaba cada dos o tres días la librería Urbano para rondar, durante semanas, la edición de Alfaguara.

Al igual que Tiffauges encontraba en el III Reich signos profundos que interpretaba a su manera, no dejo de buscar atajos en la realidad que me permitan agarrar el hilo húmedo y desaparecido bajo el limo de lo ya olvidado. La cultura sirve para eso. Tal vez sea su primorosa misión: regalarnos destellos, fulgores más o menos persistentes, y seguramente fútiles. Nos cobijamos en esa racionalidad, en ese impulso civilizatorio que, a la vez, se ha vuelto sedimento, estrato, desaparición. Por eso les agradezco a Scola, a Rivette, a Black, a Tournier, sobre todo a Tournier, aquellos ratos, aquellas luces. Hoy han muerto pero me hacen creer que el hilo no se ha cortado del todo.

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