Un Dios demasiado parlanchín (Silencio – Martin Scorsese)

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silencio

 

Parece que la fe religiosa, tomada en serio, conlleva sus tormentos. La obra de Martin Scorsese, maestro del cine con nada que demostrar y católico en conflicto con la religión, «agónico» en la terminología unamuniana, ha sido abundante en personajes que buscan la redención en un entorno contemporáneo urbanita. Algo muy evidente en sus películas con guión de Paul Schrader —Taxi Driver, Toro Salvaje, Al límite—. Pero también sus mafiosos de Uno de los nuestros, Casino o, por destacar otras tres películas basadas en historias ajenas a su mundo personal, el Eddie Felson de El color del dinero, el Teddy Daniels de Shutter Island o el Sam Bowden que interpreta Nick Nolte en El cabo del miedo, arrastran sus culpabilidades en relatos que con frecuencia son vía crucis emocionales narrados con una cámara nerviosa, que ejecuta travellings punzantes y dolorosos como latigazos romanos.
El que quiso ser sacerdote en la edad de la inocencia y, al crecer, se hizo director de cine, ha tratado el tema religioso de modo explícito en tres películas. Si en La última tentación de Cristo mostró la figura del martirio de Jesús con modos visuales semejantes a los de su cine pagano, y en Kundun se detuvo en el budismo y en la infancia del Lama, Scorsese ha rodado ahora Silencio, basado en una novela de Shûsaku Endô, tras el éxito de El lobo de Wall Street, su testosterónica sátira sobre el capitalismo contemporáneo, con un bandazo parecido al de Kundun tras la hipervitaminada Casino.
Silencio es una mezcla de ambas: una película sincrética sobre la batalla evangelizadora de los jesuitas portugueses en el Japón budista del siglo XVII, tras haber comenzado su persecución por las autoridades medio siglo antes.
Comienza con una imagen en negro y el zumbido atronador de un ambiente selvático que se quiebra al cabo de unos segundos por el rótulo con el título de la película, y el silencio, un tanto obvio, que le sigue. Parece que el estilo de la película va a ser Scorsese en estado puro, con sus imaginativas filigranas visuales. Sin embargo, tras una media hora magnífica y tenebrosa, con el arribo de los dos sacerdotes a la isla para retomar la pista del padre Ferreira, al que interpreta Liam Neeson, y del que han llegado a Macao rumores sobre su posible apostasía, Scorsese diseña una letanía un tanto repetitiva de los contactos de los sacerdotes con la feligresía clandestina de los miserables pueblos de la costa en la que se esconden. Conforme la película evoluciona y aparecen los enviados del gran inquisidor nipón —el cual podría ser interpretado, en un hipotético remake español, por Chiquito de la Calzada, si quisiera respetar la delirante interpretación de Issei Ogata—, que pretenden lograr la apostasía pública de la población represaliada y del sacerdote, el filme cae en un plácido confort de misa de domingo a las seis de la tarde, sin demasiadas expectativas.
La crítica está destacando de Silencio el rigor formal y la majestuosidad de su propuesta mística, todo lo místico que puede ser un pope de Hollywood. No estoy demasiado de acuerdo. Si la comparamos con El lobo de Wall Street, más que un cambio de perspectiva o de estilo, lo que encontramos es a un director al que se le agotan los pulsos conforme la película avanza durante sus casi tres horas de duración.
El amigo con el que fui a verla se durmió durante un largo tramo, y tuve que reconvenirle sus ronquidos. Una pareja abandonó la sala. El gran interés que tenía por verla fue siendo matizado, y anulado incluso, por cierto tedio invencible. Me parece un error de reparto que Scorsese eligiera a Andrew Garfield para el papel protagonista y no a su compañero Adam Drive, excelente actor dotado tanto para el manejo de la espada láser como para expresar el recalcitrante vacío espiritual que asalta al sacerdote ante el silencio de Dios y la llegada atronadora del terror ante la muerte.
También me parece excesivo el uso que se le da a las voces en off, acumulativas, y que en muchas ocasiones, desde la primera escena —el tormento con el cazo agujereado y lleno de agua caliente que desolla a los mártires— se limitan a subrayar lo que estamos viendo en escena. ¿Quién puede negar que en las apariciones de la voz y la imagen de Jesús se le está disculpando al maestro Scorsese lo que se ridiculizaría de hacerlo otro director novato? Este es uno de los errores, en mi opinión, de la película: Silencio tendría que haber sido una película silenciosa, bressoniana, y Scorsese, qué paradoja, ha caído en una cháchara excesiva, en una película demasiado verborreica, con sentencias religiosas bastante obvias, lo que la hace muy aburrida, cuando podría haber sido apasionante con una mayor interiorización. Siendo admirador del cine oriental, no ha rodado, por mucho que insista la crítica, encuadres majestuosos y sencillos a lo Ozu o Kurosawa, incluso a lo Scorsese. Hay demasiado plano-contraplano rutinario y cansado.
Por supuesto, se disfrutan tramos magníficos, como la escena del martirio en la playa, con los japoneses crucificados a la espera de la marea alta que los ahogue, o los soldados del gran inquisidor moviéndose entre un barrizal insoportable. Cuando Scorsese nos acerca a las llagas, al castigo de la carne, su mirada es convincente, pero no ocurre lo mismo cuando se empeña en interrogar a Dios sobre lo que les sucede a los sacerdotes.
La película está partida por su mitad, en una contradicción interna que no es disculpable. Todo su metraje demuestra, de forma convincente, que es la religión la que acaba desatando la violencia, en la Europa de las guerras de religión o en ese Japón que ve la evangelización católica como una insoportable amenaza política a los señores de la guerra y a la cohesión social que permite su gobierno. Sin embargo, en la última media hora, lo peor de la función, la película insiste en verbalizar el poder de Dios, del Dios católico, frente a los que quieren acallarlo. Scorsese, al cabo, no parece admitir que la apostasía era la medida más racional que podía tomarse y quiere galonear a sus héroes con una encomiable resistencia íntima. Pero la película no iba de héroes, sino de mártires.
Su lectura contemporánea es evidente, y los paralelismos con la violencia bárbara desatada por el Estado Islámico refuerzan la idea de la inutilidad de la religión como concepto, y su vinculación extrema con la violencia, en muchas épocas, en demasiados lugares.
Ese es el poder más recio de una película que, para ser auténticamente religiosa, quizás tendría que haber durado apenas 80 minutos, con largos silencios bressonianos o atormentadas miradas bergmanianas y mayor riqueza de planos o, por el contrario, con los planos justos, extáticos, sin necesidad de acometer este planteamiento cinematográfico, que vacía las parroquias y, lo que es peor, no deja escuchar las dudas sufrientes de los sacerdotes, ni tampoco el silencio de Dios, que, para estar callado, habla demasiado.

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